BUSCABAN A JESÚS

09.04.2022

Evangelio según San Juan 11,45-56.

Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación".
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada.
¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?".
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús.
Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse.
Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?"

San Bernardo (1091-1153)

monje cisterciense y doctor de la Iglesia

"Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo"

A fin de devolver la blancura a la multitud, uno solo se dejó ennegrecer (...), porque "dice la Escritura, que es bueno que un solo hombre muera por el pueblo". Es bueno que sea uno solo el que toma la semejanza en una carne de pecado, y así no sea condenada toda la raza. 

El resplandor de la esencia divina queda, pues, velada bajo la forma de esclavo, para salvar la vida del esclavo. El esplendor de la vida eterna se eclipsa en una carne para purificar la carne. 

Para iluminar a los hijos de los hombres, el más bello de los hijos de los hombres (sl 44,3) debe quedar oscurecido en su Pasión y aceptar la ignominia de la cruz. Desangrado en la muerte, pierde toda belleza, todo honor, para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada (Ef 5,27). 

 Pero bajo esta tez morena (Ct 1,5) reconozco al rey (...); lo reconozco y lo abrazo. El color miserable de la enfermedad humana recubre su majestad; su rostro está como ocultado, deshecho en la hora en que para reunirnos sufrió todos los ataques, excepto el del pecado, pero yo veo su gloria que reside en el interior; adivino el esplendor de su divinidad, el triunfo de su fuerza, el resplandor de su gloria, la pureza de su inocencia! 

Reconozco también la forma de nuestra naturaleza manchada, reconozco esta túnica de piel, el vestido de nuestros primeros padres (Gn 3,21). Mi Dios se ha revestido de ella tomando la forma de esclavo, hecho semejante a los hombres (Flp 2,7) y vestido como ellos. 

Bajo esta piel de cabrito, signo del pecado, de la cual se recubrió Jacob (Gn 27,16) reconozco la mano que no tiene pecado alguno, la nuca jamás encorvada bajo la impronta del mal. 

Yo sé, Señor, que tú, por naturaleza, eres manso y humilde de corazón, abordable, pacífico, sonriente, tú, que has sido ungido con aceite de júbilo (Mt 11,29; Sl 44,8). 

¿De dónde, pues, te viene este rudo parecido con Esaú, esta horrible apariencia de pecado? ¿Ah, ya sé, es la mía! (...) Reconozco a mi bien, y bajo esta cobertura veo a mi Dios, mi Salvador.