LA CONDUCTA DE DON JACINTO VERA EN LA VIDA PÚBLICA

24.03.2023

Estamos muy próximos a la beatificación de Don Jacinto Vera, acontecimiento histórico para la Iglesia en Uruguay y para el país todo. Nos encontramos ante una figura de grandes dimensiones que excede el ámbito eclesiástico y que es muy difícil de abarcar. Es conocido su ímpetu evangelizador y sabemos que gracias a su incansable anuncio de la Palabra y la administración de los sacramentos debemos que haya fe en nuestra patria, especialmente en la campaña. También es elocuente su ejemplo de caridad, en todo sentido, no solo en lo material, erigiéndose como modelo de caridad pastoral. Tampoco podemos obviar que fue el gran forjador de la Iglesia, el que la reformó con su obra de estructuración e institucionalización, lo que finalmente determinó la erección de la diócesis.

Pero hay otro aspecto, quizás en el que menos se repara, que es el de la acción de don Jacinto en la vida pública, fundamentalmente su relación, en carácter de jefe de la Iglesia en Uruguay, con el gobierno. Ahí el infatigable evangelizador, modelo de caridad, constructor de nuestra Iglesia, se erige también como defensor de la verdad y de la libertad. En muy buena medida esto contribuye a ubicarlo como un personaje central en la vida pública uruguaya de la segunda mitad del siglo XIX.

Testigo de diferentes gobiernos, revoluciones y enfrentamientos entre partidos, su conducta respecto a las autoridades políticas siempre estuvo guiada por ciertos principios irrenunciables: el reconocimiento de la autoridad constituida, la colaboración en todo lo que condujera al mejoramiento social; el no participar de la política partidaria, pues podía ser causa de división; la cooperación activa con el bien común; el trato sacerdotal y humano con todos sin distinción, en la tarea de su ministerio. Como él mismo lo dirá, dicho ministerio "rechaza toda injerencia en los sufragios populares y solo debe contraerse a persuadir al ciudadano que la sumisión y obediencia al Gobierno es un deber de conciencia".

Esta forma de actuar fue la que le valió, desde el inicio de su sacerdocio, el aprecio y la confianza que depositaban en él, por su honradez, espíritu de colaboración al bienestar de la población, libertad y rectitud de conciencia. Siempre procuró ayudar a la paz y a la unidad de los orientales, incluso mediando en las contiendas entre las divisas. Pero, el lugar que debía ocupar desde su ministerio sacerdotal lo hizo estar al margen de los vaivenes de la política inmediata, rechazando con firmeza solicitudes o propuestas incluso de amigos, pero sin que ello fuera óbice para su trato amable, generoso y alegre, tan característico de su persona.

Es franco y directo, sin perder por ello su afabilidad, y su trato siempre mantiene calidez. Su modo de enfrentar los problemas es recio, pero sin herir ni ofender, porque como él mismo expresa: "Siempre hablo con la franqueza que me es característica". Es transparente, no esconde nada, solo es fiel a su conducta, que responde a su conciencia y que no puede cambiar ni estar supeditada a intereses circunstanciales y pasajeros. La Iglesia debe mantenerse libre y el modo cómo se conduce Jacinto Vera en los asuntos públicos así lo atestigua.
Estos principios y virtudes los mantuvo en forma inalterable cuando ocupó la jefatura de la Iglesia uruguaya, primero como vicario apostólico y luego como obispo. No fueron pocas las diferencias y enfrentamientos con el gobierno, en una realidad no solo de inestabilidad política, sino de profundos cambios ideológicos. Su acción al frente de la Iglesia oriental coincide con las décadas donde comienza y se desarrolla un proceso secularizador que se realizará al margen de la Iglesia. Una lectura simplista invita a entenderlo como una lucha entre "jesuitas y masones" que disputan el espacio público.

"Ahí el infatigable evangelizador, modelo de caridad, constructor de nuestra Iglesia, se erige también como defensor de la verdad y de la libertad"
Pbro. Dr. Gabriel González Merlano

Sin embargo, para apreciar sin distorsiones el papel de la Iglesia, y de Jacinto Vera, es preciso comprender la situación de extrañeza jurídica en la que se encontraba la Iglesia en un Estado que formalmente era confesional, pero en la práctica se iba alejando cada vez más del deber constitucional de proteger la fe católica. Un ilegítimo y exagerado derecho de patronato conspiraba contra la obra de reforma de la Iglesia y su libertad para evangelizar que quería llevar adelante Mons. Vera. Lejos está cualquier intención de disputa por un espacio de poder en el ámbito público, sino la defensa de mayor autonomía del gobierno eclesiástico para realizar sus propios nombramientos, resolver sus conflictos y realizar su obra evangelizadora.

En definitiva, no se puede explicar en clave de división o lucha ideológica y política lo que son problemas de disciplina de la vida religiosa, escándalos morales y conducción de la vida eclesiástica, en los que el gobierno nacional quiere intervenir en forma indebida. La postura de Don Jacinto lejos de ser la de un espíritu intolerante o contrario a los designios del progreso es la de quien pretende liberar el gobierno eclesiástico de la constante intromisión de los poderes estatales. Y lo hará con paciencia, rectitud, orden y justicia, preocupándose por el bien de la Iglesia, sus derechos y la libertad para realizar su misión. Ello supone no solo la libertad de predicar la Palabra de Dios y administrar los sacramentos, sino también de conducirse en su disciplina (elegir cargos eclesiásticos, administrar justicia, etc.) con la autonomía propia de su jurisdicción.

Así actúa en el conflicto de los cementerios: asume la situación con firmeza, defiende los derechos de la Iglesia, sufre los ataques, pero busca la paz y da forma a través del diálogo a una salida justa al conflicto, cediendo para ello en sus pretensiones. Lo mismo podemos decir del conflicto eclesiástico, en el que es capaz de soportar hasta la pena del destierro, y que el gobierno deje de reconocer su investidura, por defender lo que a conciencia consideraba un derecho de la Iglesia, es decir, la libertad de tomar decisiones en aquello que era propio de su soberanía. Lo que algunos interpretan como inflexibilidad no es más que rectitud en el obrar, de acuerdo a lo que considera que es su deber, como él mismo lo expresa: "Puedo renunciar a mis derechos pero nunca a mis deberes".

Su actuar es prudente y obediente, pero sin resignar lo que se le impone como verdad. Nada diferente fue su actitud frente a otros acontecimientos, como la reforma escolar valeriana o la creación del Registro Civil, donde prima el respeto a la autoridad estatal en lo que a ella compete, pero también la defensa de la libertad de la Iglesia donde puede verse agredida. Así, don Jacinto, en el marco de un jurisdiccionalismo estatal que avasalla la institucionalidad eclesial, nos dio testimonio de una Iglesia que "ha enseñado a los hombres a ser libres sin licencia y súbditos sin servidumbre".

A quienes reconocemos a Mons. Jacinto Vera como el patriarca y forjador de nuestra Iglesia, su ejemplo de humildad, sencillez, y a la vez rectitud, coherencia y fortaleza en la defensa de la acción de la Iglesia, de las familias cristianas y de los fieles, se impone como modelo de conducta también para el hoy de nuestra evangelización. Don Jacinto actuó en la vida pública, especialmente en sus relaciones con el Estado, con plena legitimidad, en favor de la verdad. Procedió siempre movido por el ineludible deber y libertad de conciencia, valiéndose del derecho como instrumento.

La lucha por la libertad de la Iglesia es el aspecto más antiguo de la lucha por la libertad religiosa. La Iglesia se opone al absolutismo del Estado, rechaza su intervención y pretensión de subordinarla a sus intereses. La libertad que hoy goza nuestra Iglesia en el ejercicio de su misión, Mons. Jacinto Vera la advirtió y defendió hace ya un siglo y medio, he ahí la prueba de su triunfo, gracias a la justicia, fortaleza y libertad en su forma de actuar

Por: Pbro. Dr. Gabriel González Merlano