MAGISTERIO DEL PAPA SOBRE LA LITURGIA (XI)

11.07.2022

41. De cuanto hemos dicho sobre la naturaleza de la Liturgia, resulta evidente que el conocimiento del misterio de Cristo, cuestión decisiva para nuestra vida, no consiste en una asimilación mental de una idea, sino en una real implicación existencial con su persona. En este sentido, la Liturgia no tiene que ver con el "conocimiento", y su finalidad no es primordialmente pedagógica (aunque tiene un gran valor pedagógico: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 33) sino que es la alabanza, la acción de gracias por la Pascua del Hijo, cuya fuerza salvadora llega a nuestra vida. La celebración tiene que ver con la realidad de nuestro ser dóciles a la acción del Espíritu, que actúa en ella, hasta que Cristo se forme en nosotros (cfr. Gál 4,19). La plenitud de nuestra formación es la conformación con Cristo. Repito: no se trata de un proceso mental y abstracto, sino de llegar a ser Él. Esta es la finalidad para la cual se ha dado el Espíritu, cuya acción es siempre y únicamente confeccionar el Cuerpo de Cristo. Es así con el pan eucarístico, es así para todo bautizado llamado a ser, cada vez más, lo que recibió como don en el bautismo, es decir, ser miembro del Cuerpo de Cristo. León Magno escribe: «Nuestra participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no tiende a otra cosa sino a convertirnos en lo que comemos» [11].

42. Esta implicación existencial tiene lugar - en continuidad y coherencia con el método de la Encarnación - por vía sacramental. La Liturgia está hecha de cosas que son exactamente lo contrario de abstracciones espirituales: pan, vino, aceite, agua, perfume, fuego, ceniza, piedra, tela, colores, cuerpo, palabras, sonidos, silencios, gestos, espacio, movimiento, acción, orden, tiempo, luz. Toda la creación es manifestación del amor de Dios: desde que ese mismo amor se ha manifestado en plenitud en la cruz de Jesús, toda la creación es atraída por Él. Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado, ascendido al Padre. Así como canta la plegaria sobre el agua para la fuente bautismal, al igual que la del aceite para el sagrado crisma y las palabras de la presentación del pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre.

43. La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios. Ireneo, doctor unitatis, nos lo recuerda: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios: si ya la revelación de Dios a través de la creación da vida a todos los seres que viven en la tierra, ¡cuánto más la manifestación del Padre a través del Verbo es causa de vida para los que ven a Dios!» [12].

44. Guardini escribe: «Con esto se delinea la primera tarea del trabajo de la formación litúrgica: el hombre ha de volver a ser capaz de símbolos» [13]. Esta tarea concierne a todos, ministros ordenados y fieles. La tarea no es fácil, porque el hombre moderno es analfabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de su existencia. Esto también ocurre con el símbolo de nuestro cuerpo. Es un símbolo porque es la unión íntima del alma y el cuerpo, visibilidad del alma espiritual en el orden de lo corpóreo, y en ello consiste la unicidad humana, la especificidad de la persona irreductible a cualquier otra forma de ser vivo. Nuestra apertura a lo trascendente, a Dios, es constitutiva: no reconocerla nos lleva inevitablemente a un no conocimiento, no sólo de Dios, sino también de nosotros mismos. No hay más que ver la forma paradójica en que se trata al cuerpo, o bien tratado casi obsesivamente en pos del mito de la eterna juventud, o bien reducido a una materialidad a la cual se le niega toda dignidad. El hecho es que no se puede dar valor al cuerpo sólo desde el cuerpo. Todo símbolo es a la vez poderoso y frágil: si no se respeta, si no se trata como lo que es, se rompe, pierde su fuerza, se vuelve insignificante.

Ya no tenemos la mirada de San Francisco, que miraba al sol -al que llamaba hermano porque así lo sentía -, lo veía bellu e radiante cum grande splendore y, lleno de asombro, cantaba: de te Altissimu, porta significatione. [14] Haber perdido la capacidad de comprender el valor simbólico del cuerpo y de toda criatura hace que el lenguaje simbólico de la Liturgia sea casi inaccesible para el hombre moderno. No se trata, sin embargo, de renunciar a ese lenguaje: no se puede renunciar a él porque es el que la Santísima Trinidad ha elegido para llegar a nosotros en la carne del Verbo. Se trata más bien de recuperar la capacidad de plantear y comprender los símbolos de la Liturgia. No hay que desesperar, porque en el hombre esta dimensión, como acabo de decir, es constitutiva y, a pesar de los males del materialismo y del espiritualismo - ambos negación de la unidad cuerpo y alma -, está siempre dispuesta a reaparecer, como toda verdad.